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La Piel de Toro; Cumbres y simas de la historia de España.

Por: Ximénez de Sandoval, Felipe.
Tipo de material: TextoTextoSeries Claves de España. 6.Editor: Madrid: Publicaciones españolas, 1968Edición: 3a. Ed. (corregida).Descripción: 328 p. ; 22 cm.Resumen: Ahí está. El capricho fatal de las conmociones de la tierra en hervor para buscar su perfil definitivo dio la forma de una piel de toro, extendida sobre las verdiazules aguas de tres mares, a esta Península occidental donde hemos nacido, donde vivimos y donde soñamos morir, para hacernos carne de su tierra, por los siglos de los siglos. Ahí está: clavada en los grados y minutos de los paralelos y meridianos con que han cuadriculado el mundo los geólogos y geógrafos; tendida al sol, casi africano, sobre el blanco Mediterráneo de las playas doradas y las velas latinas, lago de la cultura y camino de Oriente; enfilada sobre el Atlántico misterioso, rugidor y atractivo mar de aventuras inéditas y de glorias inverosímiles; inquieta sobre el hosco Cantábrico de nieblas y vientos del Norte. No son solamente esos tres mares horizontales los que limitan y configuran a Iberia. Otro mar vertical y pétreo —los Pirineos— aisla a la Península del resto de un continente del que forma parte y la empuja hacia otro, del que la separa un accidente geológico que el mito quiso hacer hazaña de semidioses. El nacimiento del Estrecho —rudo mazazo de Hércules para encontrar un paso al país de los Atlantes— no logró más que sembrar para las centurias lejanas esta tremenda inquietud de los ibéricos, de no saberse exactamente europeos o africanos. La flecha de Gibraltar, que busca el latido del corazón de África, y el dardo de Ceuta dirigido hacia Europa, son como los dos bordes de una herida sin cicatrizar, en los que se presiente la misma sangre y la misma fiebre. Este Estrecho, mucho más fácil de franquear que la barrera pirenaica, habrá de decidir algún día esa duda de siglos. A un lado y otro de él, idénticas pitas y chumberas bajo el mismo cielo que Hércules no pudo dividir; idénticos ojos negros; ¡guales rostros morenos; exacto acento y nostalgia en sus cantares; el mismo gusto de la blancura en la cal y en el azúcar, del color vivo en el azulejo y en el alicatado; el mismo saborear la molicie a la sombra o al sol; la misma fe tremenda en el Dios Todopoderoso, por quien se combate hasta morir; el mismo ardor para la guerra; el mismo sentimiento, trágicamente estoico, para la filosofía y la totalidad de la vida; la misma artesanía brillante y colorista; el mismo tipo de mercado policromo; los mismos corros en torno del juglar o el romancero; el mismo desprecio a la muerte. Al otro lado del murallón pirenaico —en cambio— todo parece distinto y distante: la luz, la flora, el arte, el acento, el concepto de la vida y de la muerte, la sensualidad. Con menosprecio para Iberia, los pueblos transpirenaicos, orgullosos de una manera de ser europeísima y de un sentido colonial del Imperio, lanzaron una frase ingeniosa que recogía una evidencia geopolítica y la afirmaba para porvenires que aun vela la Historia: «África empieza en los Pirineos.» ¡Ya lo estaban diciendo los siglos en que la ibérica piel de toro se curtía y tostaba al sol del mediodía! No era menester la sutil filosofía de los cenáculos elegantes y prerrevolucionarios para sentar tal axioma. Lo decían a gritos ambos bordes de la cuchillada azul del Estrecho. África empieza en los Pirineos. Iberia es la cabeza, el cerebro, los ojos de África. África empieza —no acaba— en los Pirineos. Constante geográfica e invariante geológica, la razón política debería hacerlo norma en un momento crucial de la vida de la colectividad ibérica sobre la ancha piel de toro extendida en los mares. El momento en que un corazón de mujer que va a dejar de latir dicta un testamento genial e inigualado. ¡África, África!... Desde Medina del Campo se piensa en otra Medina. Medina de la Cruz y Medina de la Media Luna. ¡África, África!... Los galeones traen oro, plata y esmeraldas de un continente recién nacido. Los arcabuceros y piqueros de Iberia pisan ya Italia y ya presienten Flandes. Todavía hay dinastías ibéricas en Atenas y Neopatria, creadas por los broncos almogávares en vientres de doncellas griegas. Ya ha nacido
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Tipo de ítem Ubicación actual Colección Signatura Estado Fecha de vencimiento Código de barras
Libros Libros Colecciòn Filosofia
Libros CHG 900 X6p (Navegar estantería) Disponible No Dañado Disponible (No Restinguido) No Dañado 2019-1375

Ahí está. El capricho fatal de las conmociones de la tierra en hervor para buscar su perfil definitivo dio la forma de una piel de toro, extendida sobre las verdiazules aguas de tres mares, a esta Península occidental donde hemos nacido, donde vivimos y donde soñamos morir, para hacernos carne de su tierra, por los siglos de los siglos. Ahí está: clavada en los grados y minutos de los paralelos y meridianos con que han cuadriculado el mundo los geólogos y geógrafos; tendida al sol, casi africano, sobre el blanco Mediterráneo de las playas doradas y las velas latinas, lago de la cultura y camino de Oriente; enfilada sobre el Atlántico misterioso, rugidor y atractivo mar de aventuras inéditas y de glorias inverosímiles; inquieta sobre el hosco Cantábrico de nieblas y vientos del Norte. No son solamente esos tres mares horizontales los que limitan y configuran a Iberia. Otro mar vertical y pétreo —los Pirineos— aisla a la Península del resto de un continente del que forma parte y la empuja hacia otro, del que la separa un accidente geológico que el mito quiso hacer hazaña de semidioses. El nacimiento del Estrecho —rudo mazazo de Hércules para encontrar un paso al país de los Atlantes— no logró más que sembrar para las centurias lejanas esta tremenda inquietud de los ibéricos, de no saberse exactamente europeos o africanos. La flecha de Gibraltar, que busca el latido del corazón de África, y el dardo de Ceuta dirigido hacia Europa, son como los dos bordes de una herida sin cicatrizar, en los que se presiente la misma sangre y la misma fiebre. Este Estrecho, mucho más fácil de franquear que la barrera pirenaica, habrá de decidir algún día esa duda de siglos. A un lado y otro de él, idénticas pitas y chumberas bajo el mismo cielo que Hércules no pudo dividir; idénticos ojos negros; ¡guales rostros morenos; exacto acento y nostalgia en sus cantares; el mismo gusto de la blancura en la cal y en el azúcar, del color vivo en el azulejo y en el alicatado; el mismo saborear la molicie a la sombra o al sol; la misma fe tremenda en el Dios Todopoderoso, por quien se combate hasta morir; el mismo ardor para la guerra; el mismo sentimiento, trágicamente estoico, para la filosofía y la totalidad de la vida; la misma artesanía brillante y colorista; el mismo tipo de mercado policromo; los mismos corros en torno del juglar o el romancero; el mismo desprecio a la muerte. Al otro lado del murallón pirenaico —en cambio— todo parece distinto y distante: la luz, la flora, el arte, el acento, el concepto de la vida y de la muerte, la sensualidad. Con menosprecio para Iberia, los pueblos transpirenaicos, orgullosos de una manera de ser europeísima y de un sentido colonial del Imperio, lanzaron una frase ingeniosa que recogía una evidencia geopolítica y la afirmaba para porvenires que aun vela la Historia: «África empieza en los Pirineos.» ¡Ya lo estaban diciendo los siglos en que la ibérica piel de toro se curtía y tostaba al sol del mediodía! No era menester la sutil filosofía de los cenáculos elegantes y prerrevolucionarios para sentar tal axioma. Lo decían a gritos ambos bordes de la cuchillada azul del Estrecho. África empieza en los Pirineos. Iberia es la cabeza, el cerebro, los ojos de África. África empieza —no acaba— en los Pirineos. Constante geográfica e invariante geológica, la razón política debería hacerlo norma en un momento crucial de la vida de la colectividad ibérica sobre la ancha piel de toro extendida en los mares. El momento en que un corazón de mujer que va a dejar de latir dicta un testamento genial e inigualado. ¡África, África!... Desde Medina del Campo se piensa en otra Medina. Medina de la Cruz y Medina de la Media Luna. ¡África, África!... Los galeones traen oro, plata y esmeraldas de un continente recién nacido. Los arcabuceros y piqueros de Iberia pisan ya Italia y ya presienten Flandes. Todavía hay dinastías ibéricas en Atenas y Neopatria, creadas por los broncos almogávares en vientres de doncellas griegas. Ya ha nacido

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